CONVERSACIÓN
Lacusap
acudió a la cita. Todo estaba previsto. La tarde estaba avanzada, el rojo desdibujaba
algunas nubes muertas y las calles estaban abarrotadas de coches. Los sonidos
amontonados, lejos de su mente, discurrían velozmente. Tenía esa maldita
costumbre: su cita le esperaba desde hacía diez minutos y siempre llegaba
tarde, muy tarde. Subía con rapidez las calles de su ciudad, no se atrevía a
mirar el reloj. Se lanzó, pues, a cruzar calles mal asfaltadas, avenidas
transitadas y parques solitarios.
Al
llegar a su destino, alzó decididamente la mano y apretó con decisión el
interfono. Estaba allí parado, expectante.
–
¿Eres tú? – respondió una voz nerviosa.
–
Si soy yo.
La
puerta se abrió sin problemas, a pesar de lo antigua que parecía. Entró lentamente,
observando las paredes ataviadas con unos feos azulejos de antiguos motivos
florales. Aquellas flores parecían haber nacido en el peor lugar de la tierra. Una
corriente fría atravesó el largo pasillo,
pero éstas no se movieron. Lacusap pasó el dedo por una de ellas, pero ni se
movieron, ni se quejaron.
– ¡Qué
lástima aquí encerradas! – dijo con un chasquido de lengua.
Con
paso firme se dirigió al ascensor y esperó a que llegara. Su mirada se dirigía
en esos momentos al alto techo. Parecía saber con exactitud el recorrido exacto
de aquella máquina mal engrasada. A su llegada, con la mano puesta en el tirador
metálico, pensó si sería bien recibido: ¿qué pensaría?, ¿lo reconocería después
de tanto tiempo? Un leve malestar apareció en su corazón. Al abrir la puerta,
se encontró con un pasillo pintado de gotelé y unas ventanas de aluminio color
dorado. Avanzó con paso tranquilo. Ahora no hacía falta correr, su cita esperaba
detrás de la puerta. Tocó el timbre y esperó:
–
Hola – masculló atropelladamente su cita.
–
¿Cómo estás? – respondió Lacusap, al tiempo que tendía su mano.
–
Bien gracias, muy nervioso, no me creí que fueras tú, o sea…. ¿yo?
Ambos
pasaron al salón, una gran librería abarcaba gran parte de la pared. Dos
cómodos sofás y una mesa de madera con cuatro sillas componían la escena. Su cita había preparado algo para comer. Cada uno tomó asiento y se miraron fijamente.
–
¿Cómo has llegado hasta aquí? La verdad.
Cuando me lo contaste, creí que era una broma pesada.
–
No, es cierto. Me estás viendo ahora mismo. No te miento – dijo Lacusap mirándolo
fijamente.
– No me malinterpretes, tenía muchas ganas de
hablar contigo. ¿Ha pasado algo?
– No. ¡No lo sé! En la vida pasan tantas
cosas. Sabes… a veces las cosas no salen como uno quiere.
–
No te enfades. Mi intención no es echarte en cara nada. Esto es cosa de dos.
Ambos
se miraron y se sonrieron. Lacusap sabía que aquella persona sentada frente él era
su versión quince años más joven. Había venido para contarle las adversidades
de un futuro nada incierto para él. Y deseaba ante todo, relatarle todas las
peripecias y vivencias que habían labrado su ser. Lacusap se irguió brevemente
y soltó:
– Tengo que contarte cosas buenas, pero otras
malas.
–
Claro. Solo espero que hagas algo que adoro hacer: enseñar.
Ambos
sonrieron.
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